Por Ylonka Nacidit Perdomo

Como Melba Marrero, hay muchas otras más Melbas en la historia de la literatura dominicana, de quien nadie indaga nada, sino que le dan sepultura doble, las aíslan, les niegan la trascendencia, las exilian de todos los dominios, plazas, casas, tribunas, escenarios, páginas

“Un gran amor, un extraño amor vive […] La muerte no puede llevárselo, y él triunfó de la muerte, de la tierra y del tiempo. Triunfó de la muerte como había triunfado de la vida. Y allí estaba vivo, tibio aún, como si lo siguiera manteniendo una corriente de sangre joven no agotada, un vibrante hormiguero de células escapadas por los resquicios de la tumba.”

DULCE MARÍA LOYNAZ, Jardín. Novela Lírica. “El Amor de los Muertos”, Capítulo I [1]

Casa de Melba y Trifón Munné diseñada por el ingeniero-arquitecto Mario Rafael Lluberes Abreu. © O. Perdomo, 2009.

Como el viento, después de un sacrificio heroico, ahorrándole el final tortuoso a quienes la amaban a pesar de sus sufrimientos, se fue. Como alguien que no podía más con el peso de la vida, así se fue Melba, abrazándose al paisaje para unir su voz a la voz de los muertos. Se fue para coleccionar orquídeas en otros tiempos, orquídeas silvestres que sobreviven a las impurezas de los pensamientos, y a la caída vertiginosa que trae el cuerpo atado al cadáver de la nada. Melba no huyó de su casa solariega, solo se entregó a la tierra, a los señuelos del misterio. Viajó -dicen- “hacia abajo”, hacia todo lo que fatídicamente arrastra al no-ser. Escribió con enrancia, con una energía, con asombro vehemente, como si fuese una interlocutora del insomnio y de los infortunios que debía descifrar. No pudo concebir en su vientre un hijo, y no puedo hacer de la vida los entreactos necesarios para que desde sus entrañas brotara una huella de su tiempo en el mundo.

La casa de Melba [2] ha sido destruida, derribada, demolida ante la indiferencia de todos, y digo todos porque me incluyo. Edwin Espinal Hernández [3] ha escrito un artículo en la prensa, y la comunidad de escritoras, los dolientes compueblanos, los pocos que la recuerdan, la Gobernación y la Alcaldía de San Francisco, no estuvieron en alerta suficiente para detener esa atrocidad, esa barbaridad de borrar lo que debió ser preservado como un patrimonio tangible de inestimable valor, y como referencia de la identidad cultural y humanística de la Provincia Duarte. Ha Melba Marrero de Munné se le ha dado una segunda sepultura con esta indolente acción, que hizo desaparecer a su casa como un referente, como un lugar insustituible para comprender el ambiente de su mundo interior, personal, y de creadora.

Murió Melba de la enfermedad más maldita del siglo, de un cáncer que hizo de su bello rostro, el rostro de una penitente enclaustrada, paciente, espantada del tálamo que no descifra esa sospecha revocadora de que el silencio de la tumba nos abandona al vértigo del olvido.

El olvido es un monstruo, una criatura desquiciada, que conviene con el tiempo (al final de la existencia) separar la sombra de la vida de todas las señales que exalten la sensibilidad del “amor a los muertos”. El silencio del olvido es un puñal que se le clava al corazón de los muertos. No hay vacío más horrendo para la palabra, que la violencia del olvido.

Recuerdo del Bautizo de Melba.

Nadie hay sido más víctima de esa inverosímil complicidad del tiempo con el olvido, que las mujeres de ojos grandes, aquellas que emprendieron el litigio de que sus nombres quedaran grabados en mayúsculas en la historia, para que otros ensayaron la búsqueda de contar las vidas pasadas, antepasadas, y orales, de las que desdeñaron el simple ámbito de la domesticidad.

Melba se negó a que los árboles fueran solo arquetipos de madera elevados hacia el cielo, y provocó a su voluntad férrea para hacerse a la mar, al aire, yendo de un lugar a otro, para narrarse como protagonista de sí misma, contra el tedio pueblerino. Ella se invento a sí misma, se hizo leyenda, se hizo un mito encadenado a la fascinación que trae el crepúsculo cuando la gratuidad del sol se degrada en la majestad de las nubes.

Sepultada en 1962, en el Cementerio Municipal de San Francisco de Macorís, esa mujer de delirios por el amor y por la libertad, de elevada estatura, que adornaba su cuerpo con tules para atraer el deseo del amado, que vivía en duelo con el querer y el desquerer, inquietada, alarmada por la tensión de sufrir el abandono, que golpeaba a las dudas, murió con la voz queda, sin haber dejado el guión de cómo ser revivida.

El cáncer trajo una absoluta fragilidad a su cuerpo; esa crueldad de la naturaleza llevó al abismo a su alma, sin aliento ni esperanzas de poder curarse. La naturaleza, a veces, se hace una abominable y hostil enemiga, que se corona con la muerte fatal que arruina la juventud y lozanía de las mujeres. Ella lo advirtió en su fuero interior de esta manera: “¿Qué saben/ los otros hombres/ que me miran/ hasta dónde/ un puñal hiere tristezas?” [4]

No todas alcanzan el viaje circular, ese viaje integrador en la visión de los otros, por medio del cual se nace, y se renace en distintas “sagas”. Melba no sospechaba que al ser “dejado” su cuerpo inerte en la tierra, iba a tener una sepultura doble: La sepultura de la existencia como instante que flaquea las fuerzas del cuerpo, y la sepultura de la Historia, en la cual sucumben las heroínas surgidas a destiempo sin decorados, sin nadie que anuncie que a una edad se detiene todo.

Ahora, en este tiempo de oscuros vaticinios, cada día que pasa el desencanto se hace un monólogo de soledades. No es una situación de insatisfacción ni de melancolía que sentimos, es que el desencanto nos hostiga cuando no entendemos la indiferencia, la deshumanización que corroe y destroza a las edades del presente. Tristeza, “la tristeza” es la única palabra que se puede convidar para de golpe anclarnos en el pasado, en la desmemoria, en la rebeldía quebrando (como un cristal) esta existencia ficticia que el poder banal da al mundo en un pedestal de ilusorios triunfos, porque al decir de Melba, y lo creo, y lo asumo, en este irremediable estado de cosas que nos golpea de frente: “La vida/ es como un punto/ clavado en mi tristeza/ con martirio.” [5]

Directivos del Club Esperanza. Melba Marrero cuarta de izquierda a derecha y Trifón Munné. 25 de julio, 1955.

Desde una existencia ficticia -como la de ahora-, el ser no se es capaz de descifrar nada, de desaprender ni de desenmascarar las alegorías del Génesis. Melba miraba con nostalgia a la vida, y, a la muerte como a una hoja seca que espera al viento, que aguarda el eco que trae el chispero celestial, la espiral de la intrahistoria de los maderos que arden, el “yo” encarnado solo en la razón, solo en el delirio, solo en la luz que baña lo que no se puede transgredir.

Nadie ha podido transgredir el final trágico de la existencia ni argumentar en defensa propia un postulado para que la mirada eterna se mueva a otro horizonte. A todos nos espera la desolación de la muerte, ser encerrados en la “piel” de esa caja-trampa rectangular que se abre en la tierra, de la que no se puede huir o despertar, y sobre la que se dejan rosas para que ellas nos sirvan de consuelo. Sin embargo, otras flores, otras sencillas, silvestres, nacidas de manera espontánea son las que cubren la tumba de Melba, las que hacen de su reposo un vergel sin el imperio sólo de la noche.

Ya lo ha escrito, Dulce María Loynaz: “La humanidad tiene miedo de lo abstracto […] La rosa no es el perfume no es el perfume; es la rosa misma, porque en la rosa hace pensar el perfume aún desprendido de su corola. […] Por eso el amor de los muertos es triste y dura poco. Faltan las manos que oprimir, la frente que besar. Nadie querría el amor de un muerto, aunque este muerto haya dejado tras sí un gran amor.” [6]

Melba -repito- ha sido sepultada otra vez por el olvido. Su muerte, su padecer, su desaparecer, ha sido ignorado, y está ausente de las ánforas en las cuales se nombran las obras leídas. Nadie la menciona ni la crítica ni el público, menos los suyos. Su vida de excepción, sensible, ha sido injustamente ignorada. Ni una breve nota se escribe de ella; no se le quiere recordar ni representar ni indagar sobre su creación poética. La voz de Melba la han dejado anclada sólo en las orquídeas que atrajeron a la orfandad de las aves, en los alborozos de su lírica, en la invención del poema como un abecedario vivencial. Extraña que no se le haga cortejo a su obra, a esa clarividente materia del poema, que de manera desconcertante la hace víctima de la ironía trágica del olvido.

Es una ironía vivir cuando el olvido derrota a la vida misma, y deja surcos sin semillas. La muerte es un sueño, el sueño es la muerte, un escudo deífico, una subordinación a ese pozo anónimo que reemplaza al lecho.

Nota manuscrita de Melba en la guarda de la novela el Jardín de Dulce María Loinaz. Enero 19, 1954

A veces, la diosa de la Historia, Clío, padece de ceguera; no sabe contemplar con sus ojos las mascarillas de cera con la cual se cubren los rostros de otras diosas. Clío se niega a aclamar la obra de Melba, porque se deja arrebatar por la sinceridad íntima de quien tanto amó a la angustia, de aquella que se hizo pasajera de todas las ilusiones perdidas. Clío, al parecer, no se hace compañera de ninguna mujer, por eso no alumbra vida, ni poemas, ni comprende los sucesos, ni los conflictos heredados cuando las escritoras se liberan de los códigos sexuales, de esas ambivalencias entre ser “hembra” o mujer cuando el árbitro es el hombre.

Melba no ha entrado al canon de la literatura nacional, ni en los cursos de literatura se le menciona, ni en los panoramas y antologías que se confeccionan como la panacea absoluta de quién vale o no, su nombre se registra. Pocas escritoras contemporáneas la han leído, o se han “molestado” en recorrer su discurso. Citan su nombre sin conocerla, sin estudiarla, no se motivan a hacerle preguntas. Tal vez sólo Rosa Julia Vargas, Emelda Ramos y Ligia Minaya, puedan comprender esta segunda sepultara, esta segunda muerte que se le ha dado a Melba, a todos los momentos de su vida, a su identidad genérica que no es más que una “muerte a la autora”, a sus mundos ficticios, a su voluntad de crear, a sus imaginarios, a sus faenas de largas horas, a su escritura tan vital, tan real de su destino de mujer, de búsquedas, de afirmaciones, de negaciones, de tributos a la palabra. [7]

¡Qué cruel destino le tocó!, de ser víctima de la misoginia de Pedro René Contín Aybar, de que su palabra-canto-voz fuera perseguida, de que un solo libro de ella no ha sido reeditado, de que medio siglo después de su muerte, siga con el traumático dolor de ser una occisa de la Parca sin un mundo afectivo externo que cobije sus recuerdos.

Quizás a Pedro René Contín Aybar le hirió, como una daga que atraviesa a los que tienen conflictos en torno a su propia voz, y padecen la paranoia de querer “proteger su poder de factotum”, pretendiendo instaurarse como el único constructor que “bendice” las primacías de ingenios en la literatura, que Nils Hedberg, Presidente del Instituto Ibero Americano de Gotemburgo de Suecia dijera que: “La obra “ESTAMPAS SUECAS”, de Melba Marrero de Munné, se encuentra actualmente circulando en las más elevadas esferas intelectuales de Suecia, y muy especialmente en el seno del distinguido Comité NOBEL del Parlamento de Noruega.” [8]

Melba Marrero, niña. 11 de agosto de 1911. Col. Ylonka Nacidit-Perdomo.

Contín Aybar asimilado como “intelectual de primera” al servicio de la dictadura de Trujillo, se prestó contra Melba, a la mayor perversidad que un “crítico” puede hacer: por encargo de María Martínez de Trujillo -una amoral que no tenía límites, ni escala de valores, y no aceptaba “rival” en las letras femeninas, teniendo ella (María) como escritor negrero o fantasma a José Almoina -escribió en el periódico El Caribe, en la edición del 13 de noviembre de 1957, una columna miserable, llena de mala leche, de pus, de burlas, sarcasmos, de resabios y descalificación contra la obra literaria de Melba Marrero de Munné, con el interés de regatearle méritos, de trastocar su prestigio, y aislarla de las tertulias, del público lector, en fin, de sus contemporáneos. Desde ese momento, Melba comprendió que tenía una enemiga a muerte que la odiaba tras las sombras.

Como respuesta a la ira del poder, Melba Marrero de Munné, escribió la novela El Hambre en 1957, que transcribió en tres pequeños cuadernos en la primavera de 1960, y que aún permanece inédita, expresando sobre el silencio de los que tienen hambre: “Del silencio, ya no podía decirse en este caso que era la panacea eficaz para lograr la dicha. Más bien exasperaba todo lo viviente, creciéndole dientes de hiena demasiado hambrienta.” [9]

En una nota mecanografiada que Melba grapó en la guarda del Cuaderno 1, escrita en San Francisco de Macorís en 1957, consignó: “Tuvo nacimiento esta descripción novelada en un recorrido de varios días por tierras fronterizas: pura realidad en aquellos apartados como imbenignos [sic] lugares. La total ausencia de nombres geográficos no tiene más que una sola causa: el miedo. Quiera Dios, pese a la casi supresión del diálogo, dejar patente hasta donde resulta inexorable el destino contra aquellos que la sociedad condenó al olvido por carencia de leyes adecuadas para ampararlos justicieramente.”

Como Melba Marrero, hay muchas otras más Melbas en la historia de la literatura dominicana, de quien nadie indaga nada, sino que le dan sepultura doble, las aíslan, les niegan la trascendencia, las exilian de todos los dominios, plazas, casas, tribunas, escenarios, páginas, donde el narcisismo hace que muchos escriban siempre en primera persona su “yo”, su “nombre”. Soledad-destierro y olvido preceden a la muerte eterna. Melba parece haber muerto en una esquina de la eternidad, al no dar su vientre fruto alguno, acaso, o por no haberse encerrado en las mentiras de los estereotipos.

María Martínez de Trujillo, junto al dictador. Ella indujo a Pedro René Contín Aybar a escribir un artículo contra Melba Marrero de Munné.

Es Melba, la única escritora dominicana de mediados del siglo XX que escribió dos diarios de viajes (Postales sin estampillas y Estampas Suecas), que hizo de los viajes un quehacer extrovertido de lo que miraban sus ojos. A su narrativa de descripciones de lugares donde forjaba su palabra [para que su pueblo, de Macorís, viajara con ella al través de la caligrafía de sus impresiones] no se le ha prestado atención, no se ha buscado la conexidad entre su mundo visual y su mundo sensitivo, sobre cómo desde la lejanía se pueden entretejer mundos que nos hagan felices, como tampoco se ha estudiado de estos viajes la profundidad lírica que encierra cada palabra de Melba cincelada cual orfebre en las rocas del tiempo.

Intensa, absorta por la impaciencia con que corre la sangre por sus venas, segura de que provoca al desconcierto, proclamando los augurios de su partida, así escribió Melba Marrero de Munné durante toda una década. Una década, la del 50, que no alteraba su designio de muerte; una década de experiencia autobiográfica, de sinceridad, de significados plurales, de gritos, de llantos, de intuiciones perdidas, de conciertos fúnebres al lado de la tumba que no sería construida para el reposo de su cuerpo.

Melba Marrero de Munné está descansando en la tierra. La tierra que la recibió es un pequeño jardín donde la lluvia no se cristaliza sobre las flores, pero sí las humedece, y se derrama como lágrimas de los ángeles, por eso escribió: “Oh tierra/ te venero.// Cobijará mi alcoba/ allá en lo ignoto/la agridulce verdad/ de tu portento.// Eres/ como un refugio extraordinario.// Te estrujo con mis huellas/ y queda tu piel/ tan íntegra. / Vencida/ y en lapso mediocre/ y sin sustancia,/ te repaso. // Oh tierra, te venero.” [10]

La temible enfermedad de un cáncer degradó su belleza, su juventud y su esplendor; le arrebató todo: vida, tiempo, la continuidad de su obra a los 51 años de edad, y la volcó a provocar lo irresoluble del instante, a que su anclaje existencial sólo fuera poema, tal como lo pronosticó en su poemario Tiempo para la muerte (1958), el último libro que publicó, desconocido, no estudiado, y donde implora antes de morir con un desgarrador dolor:

Entrada del Cementerio Municipal de San Francisco de Macorís donde se encuentra la tumba sencilla de Melba Marrero de Munné. © O. Perdomo, 2009

“Ahora/ vendrá la noche inenarrable. / Y el cielo y tierra/ y negrura tras negrura. / Y mi estridencia yerta. / Y mi vivir a ratos/ tendido al aire/ de gusanos/ y apasionados fósiles, repleto. / Como a nieve/ enfriarán/ a mi tibieza.” [11]

Y un cuatro de julio, a la hora del mediodía, cuando las campanas de la Iglesia de Santa Ana de San Francisco de Macorís del Norte tañían por el Ángelus a la Virgen María, esas mismas campanas tañían, esta vez, por el alma de Melba, para anunciar que sus restos mortales iban a ser llevados a cristiana sepultura. El día se hizo frío, y una entristecida lluvia cubrió las sendas por la cual se conduciría el cortejo fúnebre. [Testimonio de César R. Martínez, un mes después de la muerte de Melba].

Ninguna despedida más hermosa para Melba que la escrita para ella “In Memoriam”, y como Panegírico, por el licenciado José F. Tapia B., tan sentida que parece un himno de amor: “MELBA, nuestra incomparable y admirada Melba, HA MUERTO; la palabra se resiste a pronunciarlo. Ha emprendido el camino largo del viaje sin retorno. Ella, que fatigó todos los caminos y peregrinó bajo todas las constelaciones, que deambuló por los mares y fue romera de los cielos, visitando los más extraños países, conociendo, como gran escanciadora de emociones, exóticos paisajes, y trayéndonos siempre una reseña emotiva de sus viajes, escrita con su prosa nueva y sonante como si fuera escrita con latidos de su propio y sensible corazón, ahora no podrá escribir la reseña vibrante de este, su último, su gran viaje hacia la eternidad cuajado de indescifrables promesas.

“MELBA […] Vivió con refinamientos de espíritu, prodigando siempre el don de su sonrisa y la miel de su bondad; y un día, un día aciago lleno de sol en el ambiente y de sombras en las almas, no pudiendo más con el peso de sus líricas vendimias y de sus dolores físicos, se durmió para siempre, ofrendando a la tierra el inmenso poema de su vida. […] Y como en todo momento donó sin tasa las magníficas gemas de su jardín, recibió en pago merecido, el ofertorio hermoso de las flores dominicanas que se volcaron en profusión sobre su tumba fresca.”

No obstante, pasado el tiempo, vino la segunda sepultura de Melba: el olvido. La otredad -que todo lo subvierte-, encadenó todos los signos, señales y sentimientos de los anhelos de quienes la amaban. Su nombre, su obra y su vida no se recuerda, y a veces, si lo hacen es para entramparla en laberintos, en zonas innominadas de la existencia, donde los lectores no pueden encontrarla. No se hizo realidad aquel deseo de su panegirista de que: “Las flores sobre tu sepulcro perecerán, pero la entrañable flor de tu recuerdo, vivirá siempre lozana en el corazón de tu pueblo.”
Tumba de Melba cubierta por flores silvestres. A la derecha la tumba de Trifón Munné. © O. Perdomo, 2009

Ya lo dijo y lo escribió Dulce María Loynaz: “[…] se aman o deben amarse a los muertos en los vivos…/ Todo el mundo quiere saber lo que ama; nadie quiere tener su amor disperso…/ Una infinita tristeza va caminado con la noche… El amor de los muertos.” [12]

Y así, también, he vivido yo… con “el amor de los muertos”.

[Santo Domingo, domingo 10 de julio, 2016. 12.08 meridiano escuchando la canción “Mi unicornio azul”].

NOTAS

[1] Dulce María Loynaz, Jardín. Novela Lírica. “El Amor de los Muertos”, Capítulo I (Aguilar, S. A. de Ediciones, Madrid, 1951): 148.

[2] Melba María Marrero de Munné (San Francisco, 8 de abril, 1911-4 de junio, 1962). Hija de Eugenio Marrero y Enedina Oller, casó con el empresario de la industria del cacao Trifón Munné Trullols (6 de julio, 1908-San Francisco, 21 de agosto, 1972.

Melba es autora de las siguientes obras: Poemarios: Alas Abiertas (Santiago: Editorial El Diario, 1950), XXXX Retablos de silencio y alma (Barcelona: Filograf, 1951), Faena para Adán (Ciudad Trujillo, Impresora Dominicana, C. por A., 1952), Eva en Extremaunción (Barcelona: Filograf 1953), Cáfila Amarga. Romance cafetalero (Ciudad Trujillo: La Información, C. por A., 1955), Tiempo para la muerte (Barcelona: Filograf, 1958). Crónicas de Viaje: Postales sin estampillas (Ciudad Trujillo: Impresora Dominicana, C. por A., 1952), Estampas Suecas (Ciudad Trujillo, Impresora Dominicana, C. por A., 1955). Narrativa: Caña Dulce (Ciudad Trujillo, Impresora Dominicana, C. por A., 1954), El Voto (escrita en 1952, s/n, s/e, registrada en 1956), El Hambre (inédita, 1957). Teatro: El Banquete de las Hadas (Barcelona: Filograf, 1958).
Primera edición de la novela Jardín de Dulce María Loinaz que Melba adquirió durante su viaje a España.

[3] Edwin Espinal Hernández, “Réquiem por la Casa Munné” en Diario Libre (27-VI-2016):28.

[4] Melba María Marrero de Munné Tiempo para la muerte [Fragmento poema V] (Barcelona: Filograf, 1958):17.

[5] Ibídem, 7

[6] Dulce María Loynaz, Jardín. Novela Lírica. “El Amor de los Muertos”, Capítulo I (Aguilar, S. A. de Ediciones, Madrid, 1951): 150.

[7] Julia Jaime Julia escribió sobre ese “olvido” de la crítica literaria en torno a la escritora que: “Melba Marrero de Munné bien merece por su fecundo aliento creador que su recuerdo sea mantenido vivo y salvaguardado de las frías nieblas del olvido y de la olvidadiza memoria de la rutina”. “Melba Marrero de Munné” en Haz de Luces (Centro de Investigación para la Acción Femenina: Santo Domingo): 57

[8] Nils Hedberg, “Nos observan Las Antillas” en La Nación (17-XII-1955).

[9] Melba Marrero de Munné. El Hambre, texto inédito, Cuaderno 1, página 9.

[10] Melba María Marrero de Munné Tiempo para la muerte [Fragmento poema II] (Barcelona: Filograf, 1958): 9.

[11] Ibídem, [Fragmento poema IX]:33.

[12] Dulce María Loynaz, Jardín. Novela Lírica. “El Amor de los Muertos”, Capítulo I (Aguilar, S. A. de Ediciones, Madrid, 1951): 152.