¿A quién no le gusta llegar a viejo?
Por Ivelisse Prats de Pérez|
La pregunta me la hice después de leer un artículo repleto de geróntofobia, publicado el martes en este diario.
Mi condición de viejita orgullosa de serlo me respondió bien claro: solamente a los suicidas jóvenes quienes deciden que la vida es insoportable, y a quienes, siendo ellos mismos ya viejos, les aterra contemplarse en el espejo de recuerdos y de historia.
A mí, sí, me encanta mirarme en ese espejo desde donde me guiñan 83 años que relatan aventuras apasionantes de mi vida, que acojo sin reservas.
Otros espejos me reflejan también: amigos, compañeros y mis alumnos. Ellos proyectan mi imagen embellecida por el amor y el respeto, al punto de devolverme una Yvelisse lozana, perviviente.
No dispongo de tiempo para llorar como el poeta, la juventud ida. Trabajo diariamente porque comparto con Mario, otro viejito que trabaja, el mantenimiento hogareño.
Recordar no me pone nostálgica, hice lo debido más de lo que pude, familiar y políticamente. Valoro más mis logros que mis desaciertos.
Pienso que poquita cosa debe avergonzarme, lo testimonian mi hoja de vida, mi pobreza digna, el hecho de que nunca he andado con escoltas y el reguero de bendiciones que recojo de personas desconocidas cuando ando por los pasillos del supermercado.
Algunos pueden opinar que he sido boba, escrito con P criollísima. Ocupé importantes cargos, académicos y políticos, decana en la UASD, diputada dos veces; una, regidora, ministra de Educación, presidenta del PRD. Vivo en casa alquilada, mi vehículo data del 2005.
Me considero feminista, empero, mi feminismo no restringió el instinto entrañable de la maternidad: tengo seis hijos, 13 nietos y por vieja puedo también jugar con 7 bisnietos, y aguardar una octava que me hizo carantoñas desde su primera sonografía.
¿No son estas experiencias vitales, y las modestas huellas que dejo en la educación y la política decente, el gran premio, la justificación de vivir mucho?
He sufrido, sí, algunas, crispaciones dolorosas ante mutaciones desagradables en situaciones y personas que suponía conocidas.
A la sombra del neoliberalismo, gentes supuestamente honradas se convertían en mafiosas; progresistas de repente se dedicaron exclusivamente al progreso propio; la gratitud adquirió con los cambios de mando carácter pasajero, sucesivo, se agradece al último que pague, si paga más y mucho; se ocupan puestos sin desempeñar funciones, fortunas hay sin explicaciones ni límites.
El asalto para afuerear la moral ha abarcado no solo lo público. Me han herido violencias intrafamiliares que golpearon rostros y corazones queridos; uniones destruidas entre feroces rebatiñas financieras, con hijos confundidos, y el impudor con que algunos predican, desnudos en pelota, lo que no practican.
He superado estas fealdades aferrándome a dos pilares inconmovibles: trabajar haciendo lo que me gusta y arrimarme a una nueva generación a la que empollo en sus afanes de crecer, como hice con mis hijos.
No abandono el escenario político, pero privilegio de nuevo, educar, educarme, entre jóvenes aún incontaminados que procuran a tientas resistir los pérfidos modelos actuales y construirse a sí mismos. En ellos encuentro, todavía balbuceante, la ética extraviada, valores truncados, pero no extinguidos.
A pesar de que al abrir cualquier ventana se cuela aire impuro, yo respiro otra brisa, que ahora apenas refresca, pero será un ciclón muy diferente al que el Dr. Leonel Fernández espera.
Los jóvenes y yo buscamos juntos verdades al unísono, reburujada mi vejez con su mocedad, en la trinchera donde la edad no cuenta, sino los ideales compartidos.
La vejez me da ratos de calma: leo la Biblia. Me descubro como guerrera victoriosa en la epístola de Pablo a Timoteo: “he librado la buena batalla, concluyo la carrera, no he perdido la fe”. Para gloria de Dios y gozo mío, la concluyo bien acompañada por los que continuarán la marcha, eso me anima a seguir.
Los muchachos y muchachas que me rodean, aunque bromean sobre los torpes avances de mi alfabetización digital, dicen en exageración afectuosa que soy más joven que ellos; me la paso brincando del entusiasmo a la búsqueda, estoy dispuesta a rebelarme cuando la causa es justa. Soy “intensa” afirman.
Me quedo con el calificativo. No hará juego con mis canas, pero combina perfectamente con eso intemporal y belicoso que es mi alma, y representa lo profundo de esta alianza entre edades distintas.
Concluyo, confirmando al cronista, a quien por cierto llevo solo unos pocos años: soy vieja.
¡Cuánta bondad de Dios, qué suerte la mía, el tesoro de este montón de años, que hacen sufrir a algunos y que yo aún disfruto!