Plenamar/Acento

A Michel de Montaigne 

“De los ríos del futuro, volteo la mirada y veo un tesoro de joyas escondidas en las sinuosidades de la memoria”. 

Por Lisette Vega de Purcell. Licenciada en Humanidades, mención lenguas modernas. Profesora, traductora y escritora.

Estas palabras no están aquí como mero capricho. Muy por el contrario, deseo que sirvan de acicate para aprender a atrapar, a cultivar y aprovechar al máximo el irrepetible don de la vida y con ella, la memoria. Cuanto mayor sea el obstáculo para aprovecharla, tanto mayor deberá ser nuestro esfuerzo para derribarlo.  

Prueba de lo antes dicho, tengo para manifestar que en el año que ha pasado y el tiempo que aún transcurre desde que surgió, se recrudeció y aún continúan aflorando incógnitas sobre un virus desconocido por la ciencia, cual acto de magia, se efectuó en mí un inusitado proceso de inspiración incontenible, de aquello que los antiguos hubiesen llamado “musa”. Y, he ahí que empecé a llenar cuartillas y cuartillas con imágenes y evocaciones que, como un torrente irrefrenable, brotaban libremente de esa fuente inagotable que es nuestro intelecto. A este respecto y para fraseando a Virginia Woolf: “Creo que este corto tiempo de gestación se debe al ambiente hosco, apesadumbrado y anónimo que nos rodea en un principio de la acometida del virus”; lo cual no fue óbice, empero, para conceptualizar y analizar la situación y deducir que se trataba de una más de tantas, innumerables y recurrentes pandemias acontecidas en el transcurso de los tiempos. Ninguna ocasión pues, pensé, se ofrecería más propicia para abocarme vorazmente a la lectura de múltiples obras clásicas que había leído en un lejano pasado bajo un prisma juvenil y, por tanto, menos perspicaz que en este “ahora” de mi vida. Ciertamente, era el momento justo para nutrir y fecundar mi conocimiento longevo con la sabiduría de aquellos maestros cuyas ideas nunca pierden vigencia. Muy por el contrario, se potencian con los nuevos adelantos civilizatorios. 

Siento especial inclinación hacia las obras intensas, aquellas que me desafían a pensar, a discernir para sacar mis propias conclusiones. Es por eso que empecé mi pesquisa por un escritor cuya innovadora obra siempre había deseado afrontar: William Faulkner (1897-1962) y sus personajes de espíritu pesimista de derrota actuando en un ambiente gótico y grotesco, comunicándose en un dialectodel inglés norteamericano del Sur profundo (Deep South) con el cual, afortunadamente, estoy familiarizada. Todo el contenido expresado en frases interminables e intrincadas, de sintaxis libre, compleja y fragmentada que se prolongan entretejiéndose en unos ingeniosos juegos de tiempo y espacio. Su estilo revolucionario sirvió de inspiración, según expresan ellos mismos, a muchos de los grandes nombres del Boom latinoamericano; entre estos Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y Juan Carlos Onetti. Del conjunto de novelas del eximio norteamericano me atrevo a mencionar como las más representativas de su estilo a El ruido y la furia y Mientras agonizo.   

Proseguí con mis afanes literarios y, de manera inevitable, llegué a Jorge Luis Borges, de cuya obra no alcanzarían las palabras para dilucidar cómo ese gran genio logró ingeniar un solo lugar que contuviese la multiplicidad infinita del universo: El Aleph. Soberbio, el gran Borges. Más adelante, en mis pesquisas hallé una obra que debo subrayar.  Se trata de las producciones del poeta, prosista y crítico literario rumano Mircea Cartarescu. En su exquisita obra nos contagia su amor por su amada y vapuleada Bucarest, la riqueza de sus mitologías y variadas leyendas y nos esboza su fecunda vida estética en el “vasto poema dentro del cual vivimos”, con un enjundioso y elegante estilo literario.  Me atrevo a sugerir que su gran obra lo convierte en un favorito para el Premio Nobel. 

Pero mi curiosidad insaciable no se detiene en estos reconocidos nombres de autores masculinos. A la par de ellos en esta afortunada época para nosotras las mujeres, no pueden faltar las escritoras que se les equiparen y, por qué no, una gran cantidad cuyos talento y maestría escritural puedan aun superarlos. Es un hecho que hasta hace relativamente muy poco tiempo, quizás dos centurias no más, es decir, hasta los siglos XIX y XX, la palabra “mujer” se figuraba como el sinónimo peyorativo de “anónimo”. En todo lo que concerniera la vida intelectual, política o empresarial y, huelga decir que en todo lo referente a la literatura, la mujer era juzgada como inferior al hombre. A tal grado, que en ocasiones éramos posicionadas al nivel ofensivo del perro.  Sin embargo, poco a poco y con encomiable esfuerzo y encarnizada lucha de nuestras predecesoras, hemos ido rompiendo las cadenas que nos ataban a la ergástula del sistema patriarcal que nos aprisionaba desde hace unos 5,000 a 6,000 años.  Y aquellas meritorias mujeres enfrentaron con gran arrojo los innumerables obstáculos para poder finalmente sacar a la luz su poesía y su narrativa, de tan altos méritos cualitativos que lograron dejar profundas huellas en los anales de la historia de la literatura universal.  En sus inicios, sin embargo, fue tanto el temor fundado al rechazo, que algunas llegaron a escribir bajo un pseudónimo masculino (George Sand por Amantine Aurore Dupin, Rafael Luna por Matilde Cherner, George Elliot por Mary Anne Evans) por solo mencionar algunas; en tanto otras creían deber vestirse como hombres y, otras más, decidieron encerrarse en su “habitación propia”, si acaso la tuviesen. Todo aquello en aras de su gran pasión: poder publicar sus obras. Como ejemplo del encierro voluntario, tenemos el caso de la magna poeta norteamericana Émily Dickinson (1830-1886), quien, afortunada de pertenecer a una familia adinerada de abolengo, tomó la decisión de enclaustrarse en su alcoba vestida de blanco hasta el día de su muerte, después de la cual su hermana –conocedora de su gran talento y sus ansias de escribir– entró al sagrado recinto de la poeta y allí encontró 40 volúmenes con poemas de estructura innovadora y apasionada que la hicieron merecedora de pertenecer al reducido panteón de poetas fundamentales estadounidenses junto a Edgar Allan Poe, Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman. He aquí la primera estrofa de Hope (Esperanza), su más reconocido poema:

Hope is the thing with feathers – 

That perches in the soul – 

And sings the tune without the words – 

And never stops –at all – 

El romanticismo aún regía la literatura y las artes en Europa. En la austera Gran Bretaña victoriana, nos encontramos con las muy reconocidas hermanasBrontë. “Feministas de vanguardia”, según nos dice la escritora argentina Laura Ramos, y cuyo inconformismo demostraban las hermanas vistiéndose de hombre. Tenemos a Emily, autora de la afamada novela Cumbres borrascosas que escandalizó a la austera sociedad de entonces, y a Charlotte con su muy leída Jane Eyre. De ellas sabemos que debían escribir en un saloncito de estar atestado de familiares donde, haciendo oídos sordos al bullicio de las conversaciones, alcanzaron a escribir esas magnas obras. Asimismo, y buscando inspiración en tierras lejanas que no encontrasen en sus lecturas, estas apasionadas de la literatura, conocedoras de sus muchas limitaciones, subían al tejado de la pequeña casa que habitaban con su padre para otear en lontananza hasta donde la vista les alcanzara, y allí poder soñar con algunas civilizaciones lejanas que jamás lograrían visitar.    

Más adelante y aún en Inglaterra, a finales del siglo XIX y principios del XX, nos encontramos con la incomparable Virginia Woolf. Debo admitir que, durante la lectura de cualquiera de sus obras, en mi caso, esta gran orfebre de la palabra alcanzó el cometido de todo gran escritor: el haber dejado una profunda huella en mis adentros que tendrá la duración de mi actividad intelectual y literaria.  Las novelas Orlando y la sin par Sra. Dalloway, que compite en incuestionable calidad con el Ulises de James Joyce, en las cuales ambos escritores escogen el recurso conocido como “corriente de la conciencia” para llevarlo a su máxima expresión; o también su ensayo magistral Una habitación propia, en el cual plantea con toda honestidad los derechos de la mujer, con un lenguaje “picante”, que siempre utilizó para referirse al tema. El planteamiento de Virginia Woolf: lo que se necesita para que una mujer pueda escribir buenas novelas; esto es, independencia económica y una habitación propia.  

En consecuencia, se puede vislumbrar que la ebullición inconformista desatada en el ambiente femenino de aquel momento histórico, y que venía gestándose desde mucho tiempo atrás, era el vaticinio del próximo movimiento revolucionario que formalizaría el derecho de igualdad de género que exigían las mujeres.  Hablamos, ciertamente, del “feminismo”.   Sin entrar en detalles sobre dicho movimiento, diré que muchas de las heroínas que padecieron todos aquellos injustos vejámenes por su condición de mujeres, empezaron a delatarlos libremente en sus poemas y narraciones. Como es de comprender, por lo demás, estas privaciones y la doble moral reinante en las sociedades heteropatriarcales y retrógradas a las que pertenecían, casi todas, por cierto, causaron patologías psicológicas de tan irreparables consecuencias, que muchas de esas eximias escritoras llegaron al extremo de acabar con sus propias vidas. Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath entre otras. Y yo me cuestiono si aquí, en nuestro reducido y puritano terruño, Salomé Ureña de Henríquez no hubiese deseado exponer sin eufemismos ni medias tintas todos sus padecimientos hogareños sufridos dentro de aquella prisión matrimonial en que habitaba, sin la presencia de un marido, exigente para con sus responsabilidades domésticas, que la dejó a cargo del hogar y cuatro hijos, mientras estudiaba en completa libertad en un París bohemio y mundano de principios del siglo pasado. Que esta primera estrofa de su poema Quejas sirva para esbozar su profunda soledad: 

Te vas y el alma dejas                                                         

sumida en amargura solitaria 

y mis ardientes quejas 

y la tímida voz de mi plegaria, 

indiferente y frío…  

Por fortuna para nosotras las mujeres, pienso que nos está llegando el momento de dejarnos oír, de escribir en completa libertad, de actuar en todos los ámbitos de la vida productiva, y en igualdad de condiciones con los hombres, sin que esto constituya una competencia descarnada de talentos y de excelencias entre los sexos. Nada más alejado del propósito de esta libertad ganada con arduo trabajo y esfuerzo de las mujeres en todos los estadios de la historia. Muy por el contrario, no creo que debamos jamás perder de vista nuestro rol intrínseco de madre y mujer con todos los atributos y responsabilidades que implica nuestra feminidad.  

En cuanto a la literatura, nuestra salida en escena ha sido abrumadora. Sobre todo, en lo que va de este siglo XXI.   Tanto así que serían demasiados los nombres de mujeres sobresalientes que habría que mencionar.  En esta entrega, me circunscribo solo a las que he deseado leer, analizar y disfrutar con fruición durante los 24 meses del tiempo que dura la pandemia.   

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